domingo, 23 de marzo de 2014

Muere para volver a la vida. I/??

No podía despegar los ojos del objeto. Por más que lo intentara, sus pupilas volvían a clavarse en el mismo, sintiendo como los temblores recorrían y sacudían todo su cuerpo.

Acompañada de la profunda noche, hora en la que los relojes marcan puntuales las tres de la mañana, con el suelo alfombrado de bolsas llenas de ropa, telas y juguetes viejos y rotos, como si el armario no hubiera podido contener más todos aquellos recuerdos infantiles y los hubiera escupido por sus puertas dobles, esparciéndolos por doquier. Y, en el medio, ella, de rodillas en el suelo, con el rostro iluminado por el resplandor verdoso que emanaba aquello.

Recordaba el contenido de cada una de aquellas bolsas de plástico. Y también recordaba que no había metido semejante cosa entre sus pertenencias. Era despistada, pero no tanto.

Apenas había pasado una hora desde que, habiendo abrazado su almohada y caído en un placentero y cálido sueño, una serie de golpes, regulares e incesantes, en el fondo de su enorme armario, la habían despertado, nublando su mente de terror y horribles posibilidades. Era una miedica. Desde que era pequeña, había tenido pavor a las historias de fenómenos sobrenaturales. En especial, las que tenían que ver con espectros, fantasmas y el más allá. Por otra parte, adoraba las teorías de los multiversos y la fantasía, pero le aterraba el pensar que estaba a merced de algo desconocido e intangible.

Y tras vaciar por completo la parte baja de su armario, había divisado malamente un resplandor de color verde intenso. No supo como reaccionar. Lo menos sensato sería alargar la mano para sacar lo que fuera aquello. Pero era lo único que se le ocurrió.

Y ahí estaba. Sosteniéndolo. Con la cara desencajada y la mente a punto de estallar, llena de ideas sobre qué hacer con aquello, cada una más estúpida y atroz que la anterior.

Se trataba de una fina daga. Su empuñadura parecía estar hecha de esmeralda centelleante, como si algo la iluminara desde su interior. El filo era de un metal negro y cuidadosamente pulido, tanto, que podía ver su rostro reflejado y verdoso en el mismo. ¿Cómo demonios había llegado hasta su armario dicho arma? Su madre jamás la dejó tener ni siquiera una de decoración, ni le compraba armas de juguete cuando era pequeña; era imposible que alguien la hubiera puesto ahí. Y nadie había entrado a su habitación el tiempo suficiente como para revolver todo su armario para dejar aquello. No, era imposible. Pero, entonces, ¿cómo?

Giraba la pieza con los dedos húmedos y fríos por el miedo. Buscaba instintivamente algo que le diera una pista acerca del paradero, del origen de dicho instrumento. Pero era en vano, tan solo era una hermosa arma, como recién salido de un tesoro enterrado.

Quizá todo aquello era un simple sueño. Un turbio sueño que su imaginación había producido después de una copiosa cena. No volvería a cenar tan fuerte. Sí, era un sueño. Nada más parecía poder explicarlo. Nada, hasta que el sudor de sus dedos, el temblor de su cuerpo, y su casi mecánico giro constante de la daga hizo que resbalara entre sus dedos, abriendo una pequeña herida en ellos.

Intentó no aullar de dolor, sabiendo que era la prueba perfecta de que se trataba de la misma realidad. La sangre formó delicadas y diminutas gotas de sangre, que resbalaron por la hoja, haciendo que esta revelase un oculto mensaje inscrito en el oscuro metal.

Imbuidas de la misma luz verde que la empuñadura, comenzaron a aparecer pequeñas letras en la superficie. Ella siguió la escritura con los ojos, enlazando las letras hasta formar una frase en su cabeza: ‘Muere para volver a la vida’.

Aquella fúnebre y tenebrosa frase la hizo echarse hacia atrás, quedando sentada en el suelo, frente a la daga que se clavaba firmemente en el suelo de su habitación, esperando a un movimiento de la joven. La respiración aceleró en su cuerpo, comprobando como solo la empuñadura iluminaba su cuarto. Al parecer, su flexo se había apagado en el peor momento. Sólo podía leer algo en la oscuridad de la madrugada, y eran aquellas letras formando aquella frase.

No sabía si era producto de su imaginación o que la frase había empezado a hacer efecto en su maltrecha cordura, pero cada vez le estaba costando más respirar y mantener el aliento. Le dolían los pulmones, como si algo los estuviera oprimiendo con fuerza y ahogándola de la manera más horrible que pudiera imaginar. Abrió la boca para intentar respirar más aire, pero era inútil. Se estaba ahogando, y no podía apartar la mirada de las centelleantes letras. ‘m u e r e’ se grababa en sus ojos una y otra vez, en cada fallida bocanada que intentaba dar para prolongar su vida, mientras su cerebro daba vueltas a todas las posibilidades que le quedaban. ‘v o l v e r  a  l a  v i d a’ parecía resplandecer de la misma manera, pero en su mente. Como si perdición y salvación caminaran juntas de la mano.

Cuando el dolor del pecho era tan insoportable como para gritar de dolor, atrapó la empuñadura de la daga, firmemente, sintiendo que era la única posibilidad que le estaba dejando el destino ante aquella situación. La posó en el centro de su pecho. Si no se atravesaba el corazón, al menos la produciría el suficiente dolor como para desmayarse y dejar de sentir. Era un mal momento para preguntarse lo terrible que sería provocarse su propia muerte, sentía que si no era ella quien acabara con su dolor, sería su propio organismo, falto de aire, violáceo, amoratado, ahogado.

Cerró los ojos, empujando con ambas manos cernidas sobre la empuñadura esmeralda la daga contra su pecho.

¿Y ahora qué?

No sabía que sentiría. Si el punzante dolor de la daga atravesando su fina piel y hundiéndose hasta chocar contra su hueso. Si las lágrimas brotando de sus ojos y derramándose por sus mejillas. Si el resplandor dañándole los ojos cerrados debido a que había aumentado considerablemente en intensidad.

No.

Lo que sintió, y escuchó, fue un ‘crack’. Un crujido como el de la porcelana crujiendo al someterse a una fuerte presión. No sintió el dolor, sino el crujido. Como si su cuerpo estuviera hecho de cerámica y estuviera quebrándose bajo la punta de la daga. Al no existir dolor, perdió completamente la delicadeza, y la empuñadura esmeralda rozó la tela de su camiseta de pijama. No había sangre. No.

Abrió los ojos, comprobando como la empuñadura empezaba a brillar, mientras su herida se hacía más y más grande hasta quebrarla en más grietas, de las que emanaba la misma luz. 

Pero la luz no era verde, si no blanca.

El resplandor se intensificó hasta bañar toda la habitación de luz neutra. Era cegadora para sus ojos, que se habían acostumbrado en aquellos instantes a la oscuridad. Tan fuerte, que apenas podía mantener los ojos abiertos, y aunque los cerrase, seguía viéndola. Aquella luz empezó a provocarle un terrible dolor de cabeza, tan fuerte e intenso, que terminó desmayándola. Sólo había un pensamiento en la cabeza.

‘Muere para volver a la vida’.