La noche
parecía eternizarse cuando se la miraba atentamente. El ruido de los
coches en la lejana carretera se dispersaba y atenuaba a aquellas
alturas. El frescor de la brisa nocturna no era comparable con ningún
otro olor que pudiera flotar en la ciudad durante el día, era la
pureza de la oscuridad, y la frialdad de la noche. Era su momento
favorito del día, y no era de extrañar que se hubiera apodado Noite
por el mismo motivo.
Su
silueta, sentado en el tejado del edificio donde solía escaparse,
parecía fundirse con el terciopelo azul oscuro que conformaba el
cielo. Quizás solo era su melena rubia y rizada, que caía
grácilmente sobre su espalda, brillando a la tenue luz lunar, lo
único que le diferenciaba de una sombra oculta, de un adorno
formando parte de la arquitectura del edificio. Ya que, el resto de
su apariencia, lo formaban ropajes negros, dejando tan solo visible
sus manos de largas y afiladas uñas y su rostro, ambos de piel
cetrina y pálida.
Le
gustaba escaparse a aquel lugar cuando todo lo demás le superaba.
Demasiadas presiones, demasiadas obligaciones, demasiado todo. El ser
un heredero de una fastuosa y rica familia no le traía más que
problemas, en vez de verdaderos privilegios, como cualquiera se
podría imaginar. No... solo terminaban quemándole por dentro y
haciéndole huir a la azotea cual gárgola.
Se
reclinó, tumbándose completamente en el suelo de la azotea,
observando una por una las diminutas y brillantes estrellas del
firmamento. Cuan despreocupadas y eternas se podían observar desde
aquel lugar, mientras mil y un pensamientos atosigaban la cabeza
rubia del vampiro.
Todos
esperaban demasiado de él. Creían que él le devolvería el honor
perdido, la fama y la fortuna a su apellido. Que los Duareign
volverían a recobrar todo su esplendor y su brillo. Pero el sabía
que sería muy difícil; vivían en otra época distinta al siglo
dorado donde llegaron a gobernar prácticamente el mundo. Ahora
tenían suerte de no estar extinguidos como el resto de familias
nobles vampiras.
El
ruido de la puerta de la azotea rompió el pacífico silencio que se
había formado una vez los coches habían cesado su continuo ajetreo
por la calle más cercana a la manzana. Noite no levantó la cabeza,
sabía a la perfección de quién se trataba a aquellas horas.
Sencillamente, torció sus labios a una sonrisa de medio lado y cerró
los ojos, esperando a que la áspera voz del visitante le hablara en
aquel escenario estrellado.
Certera prosa,
ResponderEliminarpersevera.
Saludos.